sábado, 27 de octubre de 2012

Tanatorio.


En lo más profundo de mis entrañas, una voz queda, me insinuaba, sin palabra alguna, que no debía estar allí.  Busque el teléfono móvil entre las mil baratijas que portaba en los bolsillos: Llaves, tabaco, cadenas, una navaja suiza, trozos de metal y goma. Mi corazón palpitaba samba en vista de mi desesperada empresa, mientras los objetos de alrededor caían, sin motivo, al son de los latidos en mi pecho. Aquel desván se tornaba cada vez  más oscuro, las pocas velas que quedaban prendidas parpadeaban incesantes en las sombras y la luz vespertina que se colaba entre las persianas apenas iluminaba dos dedos tras ellas. Por fin, mis dedos palparon el aparatejo infernal y, a pesar de la tiritera, consiguieron sostenerlo y sacarlo de la concurrida faltriquera.
La luz de la pantalla deslumbraba y no alcanzaba a distinguir las letras que, a chorro de torrente, se deslizaban entre el cristal y se desvanecían en el aire. Inconscientemente, en acto ritual, marque el número y acerque el móvil a mi oreja. Uno, dos, tres, cuatro, cinco tonos y el teléfono al que llama no esta disponible en estos momentos ¡Mierda! Rellamada… un, dos, tres, cuatro y  hasta cinco veces y por fin alguien contestó.
-Papá, ya estoy en el tanatorio,¿ Donde cojones estáis vosotros?
-Acabamos de salir de la oficina, iremos mas tarde, si quieres vente a casa y acudimos después  de cenar.
Colgué sin despedida alguna. Mi cuerpo se relajó notablemente ante la idea de escapar finalmente de allí, pero no por ello me di menor prisa en saltar hacia la escalera y bajar lo más rápido que pude.
 En el descenso trate de observar mi entorno. Infinitos pisos de salas, con paredes forradas de seda roja, iluminadas con antorchas y decoradas con muebles victorianos.  Los difuntos descansaban en camas de sabanas aun mas rojas que las tapias, al ojo de todo el que transitaba por la escalinata del edificio, insultando, incluso, la sensibilidad del más impávido. Silenciosos, aburridos, inertes.
¿Inertes? A cada piso, a cada nivel, mas y mas camas, de blancas teces, mudadas de domingo.  A cada piso mas muerte.  Continúe bajando en lo que pienso fueron más de doscientos pisos plagados de occisos hombres, mujeres y niños. Ignorando todos aquellos golpes en las paredes, ignorando todos esos llantos que provenían de cámaras ocultas, ignorando el continuo vibrar de los lechos mortuorios y el continuo repiqueteo de sus patas contra el suelo de madera… hasta que, en un tropiezo, me precipite a trompicones por la escalera para darme de bruces con una de aquellas piltras.
Me levante frotando mi frente, y mire a quien allí descansaba. Un hombre, de unos sesenta años, vestido con un traje veis, que, con los ojos abiertos de par en par, miraba al techo fijamente, con una sonrisa enternecedora. Sin previo aviso, se irguió  lentamente, hasta quedarse sentado a un lado de la cama, con la mirada fija, ahora, en un televisor que había a mis espaldas. Al principio vacilé, pero, tan pronto como logre virar,  me dispuse a proseguir con mi descenso. Para mi desgracia, no había mas escalones, ni salida aparente, solo una pared forrada en seda roja, con la foto del difunto presidiendo su centro. Así que me quede inmóvil, paralizado por el terror de tan extraña peripecia ultraterrena. Entonces, el anciano se levantó y pasó por mi lado, tan cerca que pude captar el pujante aroma a flores y ciprés que su aura desprendía. Tan cerca, que el frio de su piel logró congelar mi sangre. Se paró frente al televisor, la encendió,  la señalo y se volvió a sentar en la cama, esta vez con sus examines ojos clavados en los míos; con aquella imperturbable sonrisa, que no se había desvanecido en ningún momento desde el comienzo de aquel chiste macabro.
Observe con detenimiento la pantalla. Constaba únicamente de un fondo en blanco, sin señal, sin imagen alguna. Solo un fondo blanco que parpadeaba furiosamente, punzando mi mente en su celeridad. Cada vez mas rápido, y mas rápido, irradiando una energía que me atraía hacia si, al principio en forma de suplica, después en forma de demanda. Hipnotizado me deje seducir y me acerque a la maquina. Tras un estruendo atroz, me engulló, descomponiendo cada átomo de mi cuerpo y transformándolo en pura energía, que atravesaba el cristal, convertido ahora en una extraña masa gelatinosa, para recomponerlos de nuevo, en violación a las leyes de la física.
 Una fuerte luz me cegó durante unos momentos, y mi olfato se inundo del fuerte olor a salitre que, como pude atisbar al recuperar la vista, provenía de la gran extensión de agua que tenía ante mí. Mi cuerpo se elevaba sobre un acantilado rocoso, donde las olas chocaban fogosas contra la piedra, devorando a cada arrebato la poca vegetación que había en la orilla.

Nunca olvidare lo que vi a continuación: A mi derecha, rasgando el cielo, vi un ejército de hombres que volaban sin alas. Cientos, tal vez miles de hombres armados sobrevolaban el paisaje, comandados por las más bellas criaturas que el hombre ha podido imaginar, Dragones. Decenas de dragones que junto a su ejército humano se abalanzaban sobre aquella escarpadura pétrea, rugiendo en la eternidad, para llevar a cabo su devastador designio.

(Lex Mundi)

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